Fuente: Cristianos Evangélicos en la Guerra del Chaco – Gerhard Ratzlaff

Por Peter  (Un muchacho menonita de una de las colonias del Chaco)

En 1933 durante la guerra del Chaco (Paraguay y Bolivia), las colonias Menonitas estaban muy cerca del ejército paraguayo. Las colonias apenas estaban comenzando a organizarse y reinaba mucha pobreza entre los colonos. El dinero efectivo no existía en la práctica. La venta de algunos productos de las chacras a los soldados nos produjo algún dinero que nos vino muy bien. Ese año teníamos una excelente producción de sandías y varios colonos visitaban los cercanos fortines para negociar víveres, en especial las sandías. Los soldados siempre tenían hambre pero raras veces dinero.

Yo también había hecho varios viajes y siempre había tenido alguna ganancia con la venta de mis productos. Ahora me preparaba nuevamente para un viaje a Isla Poí con un cargamento de sandías.

Tuve que esperar unos cuantos días porque compartíamos el uso de un carro entre cuatro familias. El turno era riguroso. Si por cualquier motivo, como por ejemplo mal tiempo yo no podía hacer uso del carro, había perdido mi turno.

Cuando llegó mi día cargué el carro con sandías por la noche. Para asegurarme contra la ratería de la muchachada tapé la parte de arriba con tablas de madera, clavándolas contra los laterales de la carrocería.

Viajé durante toda la noche y llegué al fortín cuando promediaba la mañana. A cambio de algunas sandía recibí permiso de entrada. En el fortín reinaba mucha actividad. Hacia la derecha estaban los cuarteles; hacia la izquierda ejercitaban las tropas y más al fondo hacían práctica de tiro al blanco. Tenía que esperar con mi negocio de sandías hasta el descanso de las tropas.

Cerca de las once comenzaron a llegar los muchachos. Se acercaban de todas direcciones, hambrientos,  sedientos y con la mejor predisposición para colaborar con mi negocio. Solo les faltaba una cosa: dinero.

Obviamente hacía tiempo que no habían cobrado nada pues nadie tenía dinero. ¿Qué hacer ahora? Un multitud rodeaba el carro y yo estaba muy contento de haber sido lo suficientemente previsor de asegurar bien mi mercadería.

Los soldados comenzaron a ofrecer en trueque cualquier prenda de su pertenencia: camisas, pantalones, sacos, zapatos, etc. pero estaba terminantemente prohibido comprar esos artículos porque eran propiedad del Ejército Paraguayo.

Lo único que no estaba prohibido era la compra-venta de bolsas vacías que eran un artículo codiciado en las colonias. Me ofrecieron bolsas vacías y comenzó el trueque: una bolsa vacía por una sandía. Llegaba la mercadería e iba la mercadería. Así me gustaba.

De pronto vino un soldado con una hermosa bolsa flamante y la colocó en el fondo de mi carro. Llegó otra bolsa flamante y otra vez fue al fondo del carro y luego otra y otra.

¡Cuántas bolsas nuevas, una igual a la otra! Florecía el negocio.

Cuando comencé a sospechar algo, ya era tarde. Por una rendija del fondo del carro, los muchachos sacaban la bolsa, la pasaban de un compañero a otro y este me la ofrecía de nuevo para la venta. ¡Excelente negocio estaba haciendo! ¿Cuántas sandías ya me habían sacado de esta forma? Encontré apenas algunas pocas bolsas detrás de mis piernas. Los muchachos se reían a más no poder y no les importaba mi enojo. Así que suspendí la compra de bolsas vacías. ¡El negocio había terminado!

Iba a salir de allí mientras me lo permitieran y antes de que me desvalijasen del todo, de manera que puse en movimiento mi “Rolls Roys” de dos bueyes de fuerza, pero algo raro sucedía. Todavía no descubría qué era, pero adivinaba que algo andaba mal. La muchachada debía estar tratando de impedir mi partida para hacerse con el resto de las sandías, pero sucedió todo lo contario.

Con mucho brío animé a mis bueyes de fuerza al trote. Gritos de arriero, silbidos y aplausos me acompañaron. Aturdido y desorientado miré hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia adelante… hacia atrás y ¡zasss! ¡Caí en la cuenta! La rueda trasera derecha estaba por caerse del eje.

Paré el carro, me bajé y comencé a remediar el daño. Imposible levantar el eje, pesaba media tonelada.  Servicialmente la muchachada corrió en mi ayuda, riendo y silbando como en un carnaval. Los muy bandidos habían quitado la gran arandela y el perno que sujetaba la rueda en su lugar sobre el eje. Faltaba el perno y faltaba la arandela.

De repente un soldadito enseñó el perno y otro me mostró la arandela… Una sandía por la arandela y una sandía por el perno. ¡Flor de negocio!

Subí encima de mi carro y la muchachada me acompañó nuevamente en la partida con la misma sinfonía de gritos, risas y silbidos. A los diez metros cayó la rueda trasera izquierda y nuevamente me ayudaron a arreglar el desperfecto. Una sandía por el perno y una sandía por la arandela. Empleé un extenso vocabulario de varios idiomas de los diccionarios clandestinos, pero no había nada que hacer. Cayó la rueda derecha delantera y cayó también la rueda delantera izquierda; cada vez el perno costaba una sandía y la arandela costaba otra.

¡Qué les parta un rayo a estos demonios de soldados! Otra guerra del Chaco amenazaba con estallar.

Cuando había agotado la última reserva de mi vocabulario secreto, sentí de repente un extraño cambio de emoción. Y aunque no lo crean, me sentí tan feliz y tan contento como los jóvenes sinvergüenzas que me rodeaban. Un tanto sorprendido, los muchachos vieron mi cara alegre y sonriente. Observaron cómo trepaba por los rayos de la rueda de mi carro, y como saqué las tablas que cubrían las sandías. Comencé a repartirlas a diestra y siniestra, hasta que se terminaron. Al fondo, bajo mis pies, quedaron tres bolsas vacías, que me había ganado en el trueque. ¡Flor de negocio!

Los muchachos me acompañaron hasta el gran portón del fortín, donde la guardia me reclamó los derechos aduaneros en forma de sandías. Riéndome a carcajadas señalé con el cabo de mi rebenque hacia atrás, donde los chicos defensores del Chaco exhibían sus trofeos con los brazos en alto. Los muchachos de la guardia también se reían a carcajadas y me franqueaban la salida.

Era en el año 1939, la guerra del Chaco había terminado hacía ya 4 años. Estaba sentado en un restaurante en Asunción tomando una cerveza. Más allá, dos hombres sentados en otra mesa, tomaban una cerveza. Me miraban con un creciente interés y me di cuenta de que estaban hablando de mí. Se levantaron de sus sillas y se arrimaron a mi mesa. Eran ex combatientes de la guerra del Chaco. Ambos habían participado en aquel famoso negocio de las sandías en Isla Poí. Nos apretamos las manos, nos reímos, conversamos y tomamos otra cerveza.

Tomado del libro de Gerhard Ratzlaff “Cristianos Evangélicos en la Guerra del Chaco”

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